Durante los tres años que duró la preparación del terreno a la espera de plantar la primera parcela, pude reflexionar con calma sobre el tipo de vino que quería. La decisión de renunciar a la producción de vinos DOC y DOCG vino dictada, al menos al principio, por factores externos: la bodega, aunque situada en la parte suroeste de la zona de producción del Brunello, al ser de nueva creación no tenía derecho a inscribirse en el Registro.
Lo que en un principio parecía una desventaja resultó ser uno de los puntos fuertes en los que se basaron las elecciones posteriores: a falta de un pliego de condiciones y con gusto por la investigación, se decidió plantar seis cepas diferentes, intentando aprovechar al máximo la diversidad de los suelos disponibles tras haber estudiado y analizado detenidamente sus características. Sangiovese, Merlot, Sagrantino, Syrah, Malbec y Petit Verdot han encontrado acomodo en pequeñas parcelas elegidas entre las 200 hectáreas de la finca. La exclusión del Cabernet, en cambio, es una elección personal: no considero que esta zona sea adecuada para obtener los resultados que espero con esta cepa. Sin embargo, sigo siendo de la opinión de que, para perseguir el objetivo de la excelencia, es necesario utilizar variedades nobles sin dejarse influir por la diatriba hoy en boga entre variedades autóctonas e internacionales.
El hecho de que en la etiqueta no figure un nombre ficticio para el vino, sino únicamente el nombre de la empresa, es la consecuencia lógica de la elección de no querer elaborar un vino varietal, sino uno que sea la máxima expresión del terruño de origen. Como lo demuestra un viñedo pequeño, de muy alta densidad, con conducción en vaso y riego por encima de la copa, existe una voluntad de investigación e innovación incluso en el ámbito agronómico. La ambición y el compromiso son producir un vino de excelencia que refleje la belleza y la singularidad del lugar.
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